A photograph of a young dark skinned person looking directly at the camera with a lens flare on their right shoulder

Andre Weiss

New buildings rise everywhere. People pause to look up in awe at their massive size or eccentric sense of architecture, but that's all they do. They then look back down and continue walking, continuing their everyday lives.

But they don't pause to look down—to take a moment to acknowledge that this most likely used to be a space that housed people, maybe others just like them. People who needed a place to stay—a shelter—to develop their lives independently or with others. A space that was torn down, given to those who didn't need it as much as those who built their lives on what doesn't exist anymore.

I used to be that type of person. As I grew up, I would be the one who would only look up, unaware of what was happening in front of me. I'd admire these marvelous buildings in Allston that would boast their eco-friendliness, their access to commute, their modernity, and sometimes even their proximity to culture.

As time progressed, I learned more about what was really happening.

These were "developments," buildings made by rich people who spent a lot of money attempting to obtain the land.

I still didn't know what gentrification was, but a definition was forming.

Next to the apartment I grew up in, I watched two buildings get absolutely demolished in the early 2010s. One was a residential building, and one was what I remember as a car mechanic shop. Erected in their places were two eco-friendly apartments.

Eco-friendly, though? Feels like an ironic description. The ecosystem includes people. Shouldn’t that include communities? But it doesn’t focus on the community. It destabilizes the community in a myriad of ways—it displaces residents that had established a life there, it increases the rent and brings people from outside the community—it changes the community. The community eventually ceases to be a community. Nobody knows each other, supports each other, shares common experiences with each other—it never existed.

But all I understood at the time was that they were just pretty buildings.

Looking up their prices when I was young, I was naïve to believe that $3200 for a single bedroom was affordable. I was only ten years old. My understanding of money was limited, so I thought it was possible. I ran to my mom, pleading to her that we should move, as it would be so much better. I thought that living in a newer, furnished building with a variety of amenities would be an amazing opportunity.

She calmly replied with a no, that it’s a nice idea, but we couldn’t. I didn’t understand why at the time. I knew she was hard working and could do it, but I just went on with my fantasy of living there.

Fast forward to high school. I became more cognizant of race as an issue, with disparities between communities and so much more.

What opened my perspective was tenth grade, reading a book by Matthew Desmond called Evicted. One quote that always stuck with me was:

“The rent eats first.”

As I came to learn more about gentrification, I simultaneously began to understand issues with racism and their intersectionality. It was a harrowingly revolting experience. The cognition was there, and I felt like I had to do something. Anything.

And so, I started with a video project I made in 10th grade.

I teach youth in Boston about gentrification through organizations like Teen Empowerment or One Bead.

Now I’m here, making art as well, to keep pushing that narrative, one that may finally bring change to Boston’s housing.

So that my mom and others like her get housing that suits her and what she can afford.

www.instagram.com/axdreweiss

Los edificios nuevos se construyen en todas partes. La gente se detiene para mirar hacia arriba y admirar sus enormes tamaños y su arquitectura excéntrica. Pero eso es lo único que hacen. Inmediatamente vuelven a mirar hacia abajo y siguen caminando; siguen con sus vidas diarias. Sin embargo, aquel momento en el que miran hacia abajo no incluye una pausa para afirmar que este espacio a lo mejor acogía a personas que posiblemente eran iguales a ellos—personas que necesitaban un lugar donde alojarse, un refugio para vivir sus vidas a solas o con otros; un espacio que fue derrumbado y entregado a gente que no lo necesitaba de la misma manera que aquellos que construyeron sus vidas sobre algo que ya no existe.

 

Yo antes era ese tipo de persona. Mientras crecía, miraba solo hacia arriba sin darme cuenta de lo que sucedía enfrente de mí. Admiraba esos edificios en Allston que presumían su sostenibilidad, su cercanía a las estaciones del tren, su modernidad y su ubicación cerca de lugares “culturales”.

 

Con el paso del tiempo noté lo que realmente sucedía: estos nuevos edificios eran construidos por ricos que gastaban mucho dinero para obtener esos terrenos. Aún no sabía lo que era la gentrificación pero poco a poco iba dando forma a mi definición. Fui testigo cuando dos edificios al lado del apartamento donde me críe fueron derribados poco después del año 2010. Uno era un edificio residencial, el otro si mal no recuerdo era un taller de automóviles. Dos edificios residenciales “sostenibles” fueron construidos en sus lugares.

 

Pero decir que eran “sostenibles” suena irónico. Las personas son parte de cualquier ecosistema. ¿Eso no debe incluir a las comunidades, también? El problema es que la gentrificación no está enfocada en la comunidad sino que la desestabiliza de varias maneras. Desplaza a las personas que habían establecido una vida en ese lugar, aumenta los alquileres, y atrae a otra gente. La cambia. En algún momento desaparece. La comunidad deja de ser una comunidad. Nadie se conoce, nadie se apoya, nadie comparte experiencias con los demás. Como si la comunidad jamás hubiera existido. 

Lo único que entendía en aquel entonces era que eran edificios bonitos. 

Cuando buscaba los precios en esa época, era muy ingenuo al creer que un apartamento de un dormitorio era asequible por $3,200, pues yo era solo un niño de 10 años y mi comprensión del dinero era algo limitado así que me pareció que era algo posible. En seguida me acerqué a mi mamá y le supliqué que nos mudaramos porque iba a ser mucho mejor. Yo pensaba que vivir en un edificio nuevo y amoblado con tantas comodidades sería una oportunidad increíble. Ella, tranquilamente, me respondió que no. Le agradó la idea pero dijo que no podíamos. En ese momento, yo no entendía el por qué. Yo sabía que mi mamá era muy trabajadora y que lo podría hacer. Y yo seguía con mi fantasía de vivir ahí.

Cuando pasé a high school me volví más consciente de los conflictos raciales, las diferencias económicas entre distintas comunidades y mucho más. Estaba en décimo grado cuando leí Evicted de Matthew Desmond. El libro me abrió los ojos. Una de las frases que se me quedó grabada en la mente fue: “El alquiler siempre come primero”.

Una vez que aprendí más sobre la gentrificación también aprendí sobre el racismo y la intersección entre los dos temas. Fue una experiencia sumamente desagradable. Entendí lo que estaba sucediendo y sentí que tenía que hacer algo, cualquier cosa, así que en décimo grado inicié un proyecto de video a través de programas como Teen Empowerment o One Bead, donde les hablaba a adolescentes en Boston sobre procesos de gentrificación. 

Ahora estoy aquí haciendo arte. Sigo enfatizando esa narrativa, la que algún día quizás pueda generar cambios en las viviendas de Boston, para que mi mamá y otra gente como ella puedan conseguir viviendas dignas y asequibles.