Los edificios nuevos se construyen en todas partes. La gente se detiene para mirar hacia arriba y admirar sus enormes tamaños y su arquitectura excéntrica. Pero eso es lo único que hacen. Inmediatamente vuelven a mirar hacia abajo y siguen caminando; siguen con sus vidas diarias. Sin embargo, aquel momento en el que miran hacia abajo no incluye una pausa para afirmar que este espacio a lo mejor acogía a personas que posiblemente eran iguales a ellos—personas que necesitaban un lugar donde alojarse, un refugio para vivir sus vidas a solas o con otros; un espacio que fue derrumbado y entregado a gente que no lo necesitaba de la misma manera que aquellos que construyeron sus vidas sobre algo que ya no existe.
Yo antes era ese tipo de persona. Mientras crecía, miraba solo hacia arriba sin darme cuenta de lo que sucedía enfrente de mí. Admiraba esos edificios en Allston que presumían su sostenibilidad, su cercanía a las estaciones del tren, su modernidad y su ubicación cerca de lugares “culturales”.
Con el paso del tiempo noté lo que realmente sucedía: estos nuevos edificios eran construidos por ricos que gastaban mucho dinero para obtener esos terrenos. Aún no sabía lo que era la gentrificación pero poco a poco iba dando forma a mi definición. Fui testigo cuando dos edificios al lado del apartamento donde me críe fueron derribados poco después del año 2010. Uno era un edificio residencial, el otro si mal no recuerdo era un taller de automóviles. Dos edificios residenciales “sostenibles” fueron construidos en sus lugares.
Pero decir que eran “sostenibles” suena irónico. Las personas son parte de cualquier ecosistema. ¿Eso no debe incluir a las comunidades, también? El problema es que la gentrificación no está enfocada en la comunidad sino que la desestabiliza de varias maneras. Desplaza a las personas que habían establecido una vida en ese lugar, aumenta los alquileres, y atrae a otra gente. La cambia. En algún momento desaparece. La comunidad deja de ser una comunidad. Nadie se conoce, nadie se apoya, nadie comparte experiencias con los demás. Como si la comunidad jamás hubiera existido.
Lo único que entendía en aquel entonces era que eran edificios bonitos.
Cuando buscaba los precios en esa época, era muy ingenuo al creer que un apartamento de un dormitorio era asequible por $3,200, pues yo era solo un niño de 10 años y mi comprensión del dinero era algo limitado así que me pareció que era algo posible. En seguida me acerqué a mi mamá y le supliqué que nos mudaramos porque iba a ser mucho mejor. Yo pensaba que vivir en un edificio nuevo y amoblado con tantas comodidades sería una oportunidad increíble. Ella, tranquilamente, me respondió que no. Le agradó la idea pero dijo que no podíamos. En ese momento, yo no entendía el por qué. Yo sabía que mi mamá era muy trabajadora y que lo podría hacer. Y yo seguía con mi fantasía de vivir ahí.
Cuando pasé a high school me volví más consciente de los conflictos raciales, las diferencias económicas entre distintas comunidades y mucho más. Estaba en décimo grado cuando leí Evicted de Matthew Desmond. El libro me abrió los ojos. Una de las frases que se me quedó grabada en la mente fue: “El alquiler siempre come primero”.
Una vez que aprendí más sobre la gentrificación también aprendí sobre el racismo y la intersección entre los dos temas. Fue una experiencia sumamente desagradable. Entendí lo que estaba sucediendo y sentí que tenía que hacer algo, cualquier cosa, así que en décimo grado inicié un proyecto de video a través de programas como Teen Empowerment o One Bead, donde les hablaba a adolescentes en Boston sobre procesos de gentrificación.
Ahora estoy aquí haciendo arte. Sigo enfatizando esa narrativa, la que algún día quizás pueda generar cambios en las viviendas de Boston, para que mi mamá y otra gente como ella puedan conseguir viviendas dignas y asequibles.