A map with lines drawn to map out routes of where Flavia has lived in Somerville

Flavia DeSousa

After a long, exhausting, and traumatizing trip from Brasil, we made it to Somerville, Massachusetts. Growing up here was like a dream come true to me as a child. Just me and my 25 year old mom living on Jacques street in her friend's basement trying to make do. Walking down busy Broadway to the Star Market to get some cold brownies they kept in the fridge. Riding my bike to Foss to get some fresh air and maybe even a swim if I was feeling brave—Foss pool was gross. I’d get home to some street I could never remember the name of, tired from the long day we had cleaning wealthy people's homes and I’d plop on our queen-sized bed to watch endless hours of PBS kids. We’d go to Sultana on Broadway and get all our food and household items from our country. They always had fresh meat, Portuguese speakers, and all the Brasilian goodies we left behind for a life of Stop & Shop and housing insecurity.

We’d get home to Walnut street and get straight to cooking! Arroz, feijão e carne, our usual! We would go to that tiny little cramped shop every few days to re-up. Just the essentials, or at least the ones not covered by food stamps. Soon my baby brother was born and going up the 3 flights of stairs on Gilman street with strollers, diaper bags, and the weight of knowing we’d be moving again soon was exhausting, but we made it work. Raising my brother was a job I took very seriously. After all, as the first-born daughter of a Black Latine immigrant household, it was my birthright to raise those who came after me in order for my family to continue having an unstable roof over our heads. Mom gets home from work to Nashua street and I finally get some time alone–that is, besides the bugs. I loved that house because I never felt alone. From the snail sanctuary I made in the backyard, to my best friend living across the street, to the bed bugs our cop landlord refused to get taken care of, life was never dull.

Turning 12 on Pinckney street was a blast! I had a puppy-themed party and it was only interrupted by my landlord banging his keys into our window at 10pm once! He would do that a few times a week with ridiculous requests or to collect rent on random nights. This was the house I went through puberty in and where I pulled all-nighters with my best friends. The last time our landlord banged on that window was to collect rent that was hundreds of dollars more than he had asked for a few months ago, so it really felt like home. Riding over the footbridge or past Louie’s just to sit in the sun at Foss and learn the cup song with my best friends. Getting home with scraped knees and an empty stomach to Pearl street was familiar. I had my own room, shared only with the rats our landlord told us were not actually there. Coming into middle school, becoming a teenager, being allowed to take the bus alone to hang with friends—could it get any better? Of course it can! With the super community-centered build of Assembly Row, stores, and a movie theater oh man life was gonna get so cool! Our landlord agreed, raising the rent as soon as she could. Turns out the rats were just trying to warn me about our impending move, but I knew.

The only constants in my life growing up were the fears of deportation and the knowledge I’d be moving. My body had no home. I could never rest. At any given moment, I had to live somewhere else. From leaving my home and beautiful life with my mom in Conceicao for the sake of my future, to moving every year for the sake of our survival, nothing was ever as solid as I had to be for my family. All I have ever wanted was a home. All I ever wanted was to be able to rest but had we earned it? Did we not work hard enough?

Why is my family not deserving of rest?

Tras un viaje largo, agotador y traumático desde Brasil, llegamos a Somerville, Massachusetts. Crecer aquí fue como un sueño hecho realidad. Mi mamá tenía 25 años y vivíamos juntas en el sótano de una de sus amigas en 25 Jacques Street intentando que nos alcanzara el dinero. Caminábamos por Broadway hasta el Star Market para conseguir los brownies fríos que mantenían en las neveras de congelados. Iba en bici hasta la piscina Foss para tomar aire fresco y nadar un rato si me sentía valiente. Foss Pool era un asco. Llegaba a la calle cuyo nombre siempre se me olvidaba, cansada de un día largo de limpiar casas de gente rica y me tiraba sobre nuestra cama tamaño queen para ver PBS Kids por horas. Hacíamos las compras en Sultana en Broadway para conseguir productos de nuestro país. Siempre encontrábamos carne fresca, lusoparlantes y todos los dulces brasileños que habíamos dejado atrás a cambio de una vida de Stop & Shop y vivienda inestable.

Llegábamos a casa en Walnut Street e íbamos directo a la cocina. ¡A cocinar! Arroz, feijão, carne. Lo típico. Cada dos o tres días íbamos a esa tiendita para conseguir más de lo que hacía falta. Solo lo más básico, o por lo menos lo que los cupones de comida no cubrían. Poco después nació mi hermanito. Subir los tres pisos del edificio en Gilman Street con coches, bolsas de pañales y el peso de saber que nos mudábamos de nuevo era exhausto pero igual lo hacíamos. Criar a mi hermanito fue una responsabilidad que tomé muy en serio, pues al ser la primera hija de un hogar de inmigrantes negres y latines, me tocaba hacerlo, y mi familia seguía sin una vivienda estable. 

Cuando mi mamá llegaba a la casa en Nashua Street después del trabajo significaba que yo ahora tenía un poco de tiempo para estar sola; sola en compañía de los bichos. Me encantaba esa casa porque jamás me sentía sola, entre el santuario para caracoles que había hecho en el patio, mi mejor amigue que vivía al otro lado de la calle y los chinches de cama que el dueño (que por cierto, éste también era policía) rehusaba erradicar, la vida jamás era aburrida. 

¡Cumplir 12 años en Pickney Street fue una maravilla! Tuve una fiesta en la que todas las decoraciones tenían imágenes de cachorros. Fue interrumpida por el dueño del edificio golpeando la ventana con sus llaves a las 10:00 p.m., lo hacía varias veces a la semana pidiendo cosas raras o exigiendo el alquiler sin avisar. Pasé por la pubertad en esta casa. También era donde solía pasar toda la noche despierta con mis mejores amigues. La última vez que el dueño golpeó la ventana fue para recolectar el alquiler que eran cientos de dólares más de lo que había pedido algunos meses antes. O sea, me sentía en casa.

Cruzaba el puente de peatones en bici o pasaba por Louie’s solo para sentarme en el sol en Foss y aprender la canciones de los vasos con mis mejores amigues. Llegar a la casa en Pearl Street con las rodillas raspadas y el estómago vacío ya era una experiencia común. Tenía mi propia habitación. La compartía con las ratas que según la dueña del edificio, no vivían ahí. Cuando comencé middle school y ya era adolescente, podía tomar el bus sola para pasar tiempo con mis amigues. ¿La cosa podría volverse mejor? ¡Claro que sí! Assembly Row, muy centrado en conceptos de comunidad, con sus tiendas y un cine, significaba que mi vida iba a volverse increíble. 

La dueña pensó lo mismo y comenzó a subir el alquiler tan pronto como pudo. Las ratas solo estaban intentando avisarnos que se venía una mudanza, pero yo ya lo sabía. Los únicos constantes durante mi niñez fueron el miedo a la deportación y el saber que nos íbamos a mudar. Mi cuerpo no tenía un hogar. No podía descansar. En cualquier momento, iba a tener que irme a vivir a otro sitio. Desde que me fui de mi vida bonita que teníamos mi mamá y yo en Conceição, nos mudamos cada año para poder sobrevivir, pensando en buscar un mejor futuro. Tuve que ser fuerte para mi familia pero nada más en mi vida lo era. Lo único que siempre he querido es un hogar. Lo único que quería era poder descansar. ¿Pero nos lo merecíamos? ¿Es que no habíamos trabajado suficiente? Y mi familia, ¿por qué no se merece un descanso?