Son raras las veces que la vida sigue nuestro plan. Por lo menos en mi caso. A pesar de haberse criado en la iglesia bautista, la cual hace mucho énfasis en los “trabajos benéficos”, mi padre manejaba una misión. Pasé muchas tardes después de clase y muchos fines de semana empacando bolsas de frijoles y arroz para las familias, volviendo a llenar la despensa y organizando ropa de segunda mano.
Muchas veces comí en la misión con las personas sin techo o sin estabilidad y luego participé en la versión de Habitat for Humanity que había en nuestro pueblo cuando estaba en high school. Aún así, mi familia se sorprendió cuando me incliné hacia el socialismo. Sinceramente no sé qué tan “izquierdista” soy. Es poco común que escuche algún argumento a favor del socialismo que no supere nuestra realidad. Mi preocupación es cómo lo podemos realizar.
En el cristianismo, me enseñaron que trabajamos para ser como Cristo. Me demoré en poder volver a leer el evangelio de una manera positiva que evitara la intensidad de cualquier trauma religioso. Cristo no tenía ningún interés en los efectos materiales. Cristo se encariñaba con los pobres y escogió la pobreza. Trabajó con las manos como carpintero. Cristo valoraba las amistades igual o más que las relaciones románticas. A pesar de que mi familia se enfurecía y se avergonzaba al ser presentados con lecturas queer del evangelio, ahora no puedo evitar ver que tantas amistades de Cristo eran amistades queer.
“Hogar” es una palabra hecha para consuelo pero infundida de dolor. Es cuando nuestra familia no nos valora debido a nuestras diferencias, ya sea por tener una (dis) capacidad, ser queer o ser neurodiverso. Cuando un trauma nos ha vuelto difíciles, la palabra “hogar” se siente más ajena, más bien como algo que existe exclusivamente en el cine. Un “hogar” debería ser un lugar seguro, pero la realidad es que mucha gente no está segura en sus propios hogares. Todos merecemos poder descansar sin sentirnos ansiosos sobre si vamos a tener un lugar así o no.
Como agoráfobe, esto lo siento con mucha fuerza. Para mí es parte del problema, el sentir cosas de manera fuerte. En el seguro médico me diagnosticaron estrés postraumático agudo. “Agudo” por ser algo diario. En mis días más difíciles, me resulta difícil verme como algo más que mi trauma. Mi capacidad física de hacer planes a largo plazo ha sido dañada, además del TDAH y otros problemas de salud. Su repetición constante ha hecho que sea difícil para mí navegar la sociedad. No vengo de una familia adinerada, sino de la clase media aspirante, lo que Marx llamaba la pequeña burguesía. Ahora que soy adulto, apenas me alcanza para vivir.
Mi agorafobia hace que mi hogar (que sobre todo, es mi taller) sea un santuario tanto como una prisión. Está lleno de plantas y todo lo que necesito para hacer cualquier cosa que pueda imaginar. Lo más importante es que es mi santuario como artista y también un lugar de sanación. La ansiedad, el pánico, los dolores de cabeza, las migrañas y la hipervigilancia son mis compañeros más constantes. Fuera del taller estos síntomas me siguen, ya sea el miedo a acoso en el transporte público, un olor que provoca un flashback o una migraña que sigue volviendo a pesar del tratamiento. Todo esto hace que sea difícil salir de la casa incluso cuando es necesario. Los días más duros son en los que tengo un ataque de pánico cuando pienso en salir de la casa.
Hoy en día los vecinos y vecindarios tienen poco en común. Me encanta mi vecindario pero no conozco a ninguno de mis vecinos. ¿Por qué conocer a los demás cuando lo más probable es que se muden en algún momento porque el alquiler se vuelve muy caro? El control de alquileres posiblemente nos daría la estabilidad necesaria para cultivar relaciones. Por esto los parques son tan importantes—los espacios verdes y seguros donde los vecinos pueden colaborar creativamente y tener un lugar para cocinar y crecer juntos. ¿Cómo podemos conocernos y apoyarnos sin conocer las historias de los demás?